Cuando vino por última vez a Pamplona, en septiembre de 2023, todo parecía indicar que serían los dos últimos conciertos de Joaquín Sabina en la Comunidad Foral. Aquella gira, que llevaba por título Contra todo pronóstico, en ningún momento se había anunciado como la despedida del cantante, pero todos daban por hecho que sería la que el cantautor jienense utilizaría para cortarse la coleta. Sin embargo, a mediados de 2024 se hicieron públicas las fechas de esta nueva turné que le trae de regreso al Navarra Arena y que, en esta ocasión sí, se ha vendido como el adiós definitivo de Sabina a los escenarios. A sus 76 años, Sabina deja atrás una carrera plagada de éxitos y reconocimientos.

Su primer disco, Inventario, data de 1978 y llegó después de una temporada en Londres, ciudad en la que se exilió tras haber arrojado un cóctel molotov a una sucursal bancaria, como protesta por el Proceso de Burgos.

El Madrid de la Movida

En 1977, ya fallecido el dictador, volvió a España y se encontró con un Madrid que se teñía el pelo de colores en la fiesta hedonista de la Movida. Los cantautores habían pasado de moda, decían, pero él tenía claro el camino que quería seguir. Dice que él sólo soñaba con ser profesor de Literatura, pero, desde sus primeros conciertos en el bar La Mandrágora junto a Javier Krahe y Alberto Pérez, empezó a ganar fama y seguidores.

A mediados de los ochenta, “ajeno a las modas que vienen y van” (como cantaba Alaska, uno de sus grupos coetáneos y más antagónicos), Sabina ya era toda una estrella y vendía cientos de miles de copias de cada uno de sus lanzamientos.

En los noventa, su mito continuó creciendo, tanto en España como en América, donde es venerado como una auténtica leyenda y lo mismo se codeaba con Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa que con Maradona, Charly García, Fidel Castro, Chavela Vargas o el subcomandante Marcos, a quien, según él mismo reconoció, dio plantón después de una interminable noche de juerga.

'19 días y 500 noches'

La enloquecida montaña rusa en la que vivía alcanzó su punto más alto a finales del siglo pasado, cuando alumbró la que para muchos sigue siendo su obra magna, 19 días y 500 noches. Poco después, en 2001, sufrió un ictus que puso fin a una forma de vivir entre bares y escenarios. Tenía 52 años y pasó de golpe, en sus propias palabras, de la adolescencia a la vejez.

Moderó costumbres, doméstico horarios. Cambió de hábitos. Redujo el consumo de alcohol, aunque no pudo quitarse del tabaco. Comenzó a utilizar la nariz solo para respirar (esta frase también es suya). Su nueva vida, más saludable y ordenada, afectó a sus canciones. Ya no era el kamikaze que cantaba lo que vivía, sino un compositor adulto que escribía sobre lo que recordaba. La urgencia había dejado paso a la melancolía.

Los discos se espaciaron cada vez más y, aunque seguían conteniendo momentos de indudable inspiración, no volvió a alcanzar las cotas de genialidad de su época disoluta. Buscó refugio en la literatura y publicó varios poemarios. Hizo varias giras con su amigo Joan Manuel Serrat, que trató sin éxito de aficionarle a los buenos restaurantes.

Con el apoyo de amigos artistas como el poeta Benjamín Prado o el músico Leiva, mantuvo vivo el pulso musical. Su último álbum de estudio, Lo niego todo, fue publicado en 2017. Pero, a estas alturas, Sabina no necesita un nuevo disco para echarse a la carretera; le basta con pasear su leyenda.

Si quisiera, podría embarcarse en una interminable gira tocando descomunal repertorio de himnos; nada podría reprochársele a quien se ha ganado con creces ese y otros tantos privilegios. Pero no va a ser el caso y, esta vez, Sabina viene para despedirse. El nombre de la gira no deja lugar a equívocos: Hola y Adiós. Parece que se acerca el final, pero, antes de que caiga definitivamente el telón, el flaco de Úbeda ha reservado para su público navarro un último vals que en realidad serán dos, uno el jueves y otro el sábado. Todo está preparado. Que empiece el baile.